"O se os muere a vosotros en casa o a mí en consulta".
Las palabras del veterinario retumbaban en mi cabeza una y otra vez. Lloré amargamente con mi
hermana, que por aquel entonces era muy pequeña y preguntó si no lo podíamos cambiar por otro.
Tan débil y diminuto, le salía sangre por cualquiera de sus orificios. Daba igual la hora. Aquellas
lombrices que le había transmitido su madre no paraban de crecer y no quería ni moverse.
El final se acercaba. El criador al que se lo compraron mis padres (nota mental: adoptar), proponía
que eligiésemos otro cachorro; él se haría cargo de este. Me negué y asumí que lo perderíamos en
nuestro hogar. "Ya veremos qué hacemos después", repetía cuando me acusaban de masoquista.
Un montón de yogur con jeringuilla y trece años después, Wendy, Bombón de Chocolate, Piñita
y Samuel continúa en casa. Me falta un listado kilométrico de nombres por enumerar, pero el que más
le pega no es ninguno de ellos, ni siquiera el que le puse oficialmente por el perro de una Barbie.
El que encaja con él es, sin duda alguna, Milagro.
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